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martes, 4 de octubre de 2011

EL BAILE DE LOS ANGELITOS





 Guayre Adarguma

El pueblo canario ha venido manteniendo abiertamente la comunicación con los espíritus de  nuestros ancestros ubicados en el Seno de Magek, y de manera no cruenta hasta fechas muy recientes. A pesar de la brutal persecución  desatada por el sistema imperante el cual ha conseguido que esta piadosa tradición haya dejado de practicarse públicamente. La documentación escrita nos ha legado múltiples ejemplos de esta práctica, aunque ya con profundas connotaciones cristianas, como por ejemplo los denominados “Baile de los muertos” o “Bailes de los angelitos”.

Veamos algunas muestras: Por los antecedentes que hemos recogido se puede asegurar que hasta tiempos relativamente recientes se celebraban en casi todo el Archipiélago los funerales de los angelitos con jolgorios, bailes y banquetes rituales mortuorios.

Como resto de esa tradición podemos citar para la segunda mitad del siglo XX, “el baile de los muertos”, en Valle Gran Rey, de la Gomera que al presente en algunos casos se celebran a puerta cerrada por la propaganda que en contra se hace por parte del sistema imperante: Amortajado el niño y colocado sobre una mesa en la habitación más espaciosa de la casa, se reúnen en el referido local los padres padrinos, familiares y vecinos para festejar el suceso con el baile de los de los muertos  y algún “canecaso” de aguardiente o de vino de cuando en cuando.

“Al son del tambor, las chácaras y la flauta rompe el baile (El Tajaraste) el padrino llevando en los brazos el cadáver del ahijado y después de dar un par de vueltas por la sala lo entrega a la madrina para que haga lo mismo.

Seguidamente depositan de nuevo el cadáver de la criatura sobre la mesa y se da comienzo a la juerga general que dura algunas horas. Al dar por terminado el baile empiezan los recados, unos después de otros se acercan al cadáver y le prenden con alfileres a las ropas alguna flor o bien un trocito de cinta o trapito como señal para que el Ángelito recuerde el encargo, a la vez que envían recados a las personas queridas que moran en el cielo (Seno de Magek); quien  los padres y hermanos, quien a los parientes y amigos; cuyos recados consisten unos en las intenciones y otros para que sirvan de intermediarios con Dios para que la cosecha sea buena, para recobrar la salud, etc.” (B. Alfonso, 1985:261)
Generalmente los sentimientos más profundo de un pueblo cuando son despreciados y ninguneados por cualquier sistema excluyente, busca refugio en el folklore, último reducto de resistencia,  de conservación del espíritu nacional y de la memoria colectiva, a pesar de los múltiples esfuerzos desplegados por los estamentos oficiales para reconducirlos hacía sus proyectos de aculturización. En el tema que nos ocupa, una Asociación cultural de la isla de La Gomera  Chacaras y Tambores de Guadá, ha sabido plasmar estos sentimientos tan arraigados en lo más profundo del ser canario en el siguiente relato aunque ya bastante sincretizado:
“El hijo de Cristóbal Chinea –Antonio- murió con siete años -se  desriscó mientras cuidaba unas cabras- al trabársele el hastia subiendo por el camino de la Tranquilla.
Tardó en llegar al cielo. El llanto de sus padres empapó sus alas de angelito. De su caja no colgaron las coloreadas cintas con los recados a los seres queridos (‘Cuando llegues al cielo, si ves a mi madre, dile que no me olvido de ella’, ‘cuando veas a Dios ruégale por mi hermanita enferma’). La suya fue una partida triste, sin el tambor, sin las chácaras, sin el baile del tambor, sin el aliento de sus antepasados...
El tambor estaba presente en todos los momentos de la vida. Cuando un niño nacía, ya esa noche se mataba una oveja, se buscaba vinito del mejor. La taza de caldo para la mujer, el pedazo de carne y el vino para el marido. Y la juelga de tambor ya se producía en esa casa. El tambor haciendo acto de presencia cuando aquél ser venía al mundo. Era de alegría, de haber dado a luz la mujer y tener ese hijo que se esperaba.
Al bautizar el niño, ¡eso era ya una fiesta! Se llevaba al niño desde el caserío hasta la iglesia, con los padrinos y los acompañantes al toque de tambores y chácaras (“Qué buenos padrinos tienes / Hiloria si no te mueres”).
Pero lamentablemente demasiados niños morían en aquél tiempo y muchas veces el mismo traje del bautizo sirvió de mortaja al niño muerto. Esa noche, amortajado el niño y colocado sobre una mesa en la habitación más espaciosa de la casa, se reunían, primero los padres con los padrinos, y luego, después, los familiares y vecinos para acompañar y festejar el suceso con el baile de los muertos y algún ‘cancanaso’ de parra o vino de cuando en cuando. Al son del tambor, las chácaras y la flauta rompía el Baile del Tambor. Había por norma que el padrino tenía que agarrar al niño de donde yacía muerto, cogerlo en sus brazos y dar una vuelta a toda la habitación, bailando a golpe de tambor (“Sube al cielo María del Pino / y ruega por tu padrino”). A continuación se lo entregaba a la madrina para que hiciera lo mismo (“Quiero que me guardes Hiloria / un traje para mí en la gloria”). Luego se colocaba ese angelito en su lugar otra vez y así se pasaba la noche, cantándole y tocando y bailando hasta el día siguiente en que se llevaba al cementerio. Durante esa noche y al partir para el campo santo, todos los vecinos que tenían familiares que se le habían muerto, con ese angelito, le mandaban recados a las personas queridas que moraban en el cielo y para que los recordara le ponían cintas y flores para enramar la caja (‘Dile a mi padre que la niña que dejó pequeña ya se casó, y que por aquí estamos todos muy bien. Y para que te acuerdes te pongo esta cinta de color verde’). Y la frase ritual del pésame: “para que usted mande muchos angelitos p’al cielo”.
El tambor estaba manifestando un gesto de duelo pero también de júbilo, toda vez que se pensaba que cuando un niño moría, si se le cantaba hacía más rápidamente su recorrido hacia Dios. Era “pecado” llorar ya que ello impedimentaba el camino recto del angelito hasta el cielo, “llorar por dentro se llora, aunque por fuera se canta” (“Ay buen Dios, dolor tan grande / muerto el niño y canta el padre”, “Al cielo subes María / y tu madre esternecía”). Eso es lo que se creía. Se cantaba y se bailaba hasta llegar al cementerio (“Hiloria le lleva un ramo / a la virgen del Rosario”).
Luego vinieron las chanzas, los desprecios. La gente de la costa cuando se encontraban con los de “los altos” o los padres del muerto los llamaban “magos” en forma despectiva y le hacían chanza repitiendo las mismas canciones y los encargos que le habían hecho al niño fallecido. Ya a finales del siglo XIX y principios del XX se hacían los “velorios de angelitos” a puerta cerrada. Y poco a poco la tradición se desvaneció, el baile de los muertos fue un eco cada vez más lejano y los angelitos ya no tuvieron quien los velara.
La línea se cortó...
Pasados unos días de haber enterrado a este angelito, había una juelga de tambores frente a la casa de Cristóbal en Guadá. Y él, asomado a la ventana, estaba contemplando aquella juelga con una infinita tristeza. Pero su mujer se dio cuenta y le dijo: “Pero bueno Cristóbal, ¿qué te pasa a ti? Mira, por qué no te quitas lo que puedan decir de ti.
Vete allí y cántale a tu niño”. Entonces “garró” el hombre el tambor y cuando los demás lo vieron ir hacia ellos, se dieron cuenta a lo que venía y acordaron dejarlo cantar. Y él entró cantando con fuerza y sentimiento, para que su niño llegara al cielo, tal y como lo habían hecho sus antepasados: “Yo mandé un ángel p’al cielo / y si no canto me muero”. (Asc.Guadá.)
Por otra parte, en la actualidad vasta visitar cualquier cementerio de nuestras ciudades o pueblos para ver como muchas personas hablan con sus difuntos como si realmente estuviesen presentes físicamente, en ocasiones se puede escuchar monólogos realmente enternecedores, propios solamente de los pueblos portadores de una profunda espiritualidad como el canario.

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