A unas once millas al sur de Santa Cruz, en la orilla del mar, se encuentra el santuario de Nuestra Señora de Candela¬ria, una de las vírgenes españolas más célebres y la patrona en especial de los pescadores canarios. El santuario consiste en una cueva con un altar y está suntuosamente dotado con ofren¬das votivas, siendo quizás el más rico de la isla. La imagen de este santuario es de unos tres pies de alto, hecha de madera de color rojizo oscuro; la cara y las manos están sin pintar mientras que los vestidos están coloreados. Parece que puede ha¬ber sido tanto el mascarón de proa de un pequeño navío como una de esas imágenes de santos con las que, en tiempos muy pasados, estaban adornadas las popas de las carabelas espa¬ñolas y portuguesas; y la leyenda relacionada con ella confir¬ma esta suposición, ya que se dice que fue encontrada en la playa de Candelaria. En 1464, cuando los españoles visitaron por primera vez Tenerife, se llevaron con ellos a un joven guanche, a quien naturalmente convirtieron a la religión romana y bautizaron con el nombre de Antonio. Este muchacho, obser¬vando la gran veneración que sentían sus raptores por varias imágenes de santos que estaban a bordo de la carabela, les in¬formó que en Tenerife existía una de la misma clase que una tormenta había arrastrado a la orilla del mar. Por esta descrip¬ción, los españoles le dijeron que tenía que ser una imagen de la Virgen María. Cierto tiempo después, Antonio huyó a Tene¬rife y, viendo la imagen de nuevo, informó a sus paisanos que representaba a la madre del Dios del Universo. Hasta enton¬ces, los guanches no la habían tratado con mayor respeto que el que daban a otros restos de naufragios, pero al oír este rela¬to la colocaron en una cueva y la trataron con mucha reveren¬cia.
Lo precedente es la historia de la milagrosa imagen y, además de ser posible y verosímil a la vez, se puede hacer la ob¬servación de que es la que dan los historiadores españoles que escribieron antes de que Nuestra Señora de Candelaria hubie¬se adquirido una reputación tan grande. Naturalmente, cuan¬do la isla fue sojuzgada, los sacerdotes españoles se aprove¬charon de la veneración que sentían los guanches por la ima¬gen y la dirigieron en su propio beneficio, creando sobre el insinhicante tema arriba mencionado un montón deinvencionesnes que son aceptadas por los crédulos e ignorantes campesi¬nos y pescadores como incuestionables verdades.
Según la historia narrada por los sacerdotes, la imagen llegó a la isla en el año 1390, es decir, unos cien años antes de la conquista de los españoles. Dicen que una mañana, cuando dos cabreros es¬taban conduciendo sus rebaños a una cueva del barranco de Candelaria, vieron la sagrada imagen situada sobre una roca, en la orilla del mar, en la desembocadura del barranco. Estos cabreros la tomaron erróneamente por una mujer viva, a la que sin embargo no se parece en absoluto, y como las cabras no pa¬saban por donde ella estaba, le hicieron señas para que se mar¬chara. Como no hacía caso, cuando uno de ellos cogió una pie¬dra para arrojársela, aunque parezca mentira, su brazo quedó inmovilizado y no pudo tirarla. Al ver esto, el otro cabrero fue hacia ella y le intentó cortar la mano con su cuchillo de obsi¬diana, aún bajo la extraña equivocación de que una mujer viva estaba ante él, pero en lugar de hacerle daño se cortó su pro¬pia mano. Enfurecido, hizo otro intento para mutilarla, pero sólo logró cortarse él otra vez. Por esto, los cabreros llegaron a la conclusión de que la imagen venía del cielo, un lugar del que no tenían ni idea, y yendo hacia el rey del lugar, le conta¬ron lo que les había ocurrido. Enseguida éste reunió a toda la gente y la población entera fue al barranco, donde, al encontrar la imagen todavía en la misma posición, quedaron grandemen¬te sorprendidos y llenos de admiración y reverencia. Sin em¬bargo, el rey ordenó a los dos cabreros que la llevaran a su cue¬va. Por consiguiente, la cogieron y al tocarla inmediatamente se curaron, con no pequeño asombro de los espectadores. La imagen permaneció en la cueva del rey hasta alrededor de 1465, cuando Diego de Herrera, el gobernador de Lanzarote, quedó tan conmovido por las descripciones del mencionado converso Antonio, que envió a algunos guanches que estaban a su servicio para que la robaran. A su llegada a Lanzarote, la valiosa presa fue recibida con grandes demostraciones de alegría y fue llevada en solemne procesión a la iglesia de Rubicón, donde fue cuidadosamente depositada en un altar. A la ima¬gen aparentemente no le gustó su nueva morada tanto como la cueva del rey, ya que a la mañana siguiente fue encontrada con su semblante vuelto hacia la pared; y aunque cada día se la gi¬raba de nuevo, por la mañana siempre se la encontraba en esa posición. La gente fue presa del pánico por esta maravillosa se¬ñal de enfado de la imagen y Diego de Herrera, imaginando quienes la reci¬bieron con mucha pompa y la pusieron en su cueva.
Desde entonces la imagen ha alcanzado una gran cele¬bridad como protectora de los pescadores, una reputación que, según me parece, puede ser fácilmente adquirida.
Anualmen¬te, cientos de barcas van a pescar en los bancos de la costa afri¬cana. Cuando hay alguna tempestad o tormenta, el pescador implora la protección de Nuestra Señora de Candelaria y pro¬mete encenderle velas y colocar en su santuario pequeños ob¬jetos. Si la barca se hunde, nada más se oye sobre su tripulación y nadie puede decir que la imagen no hizo caso de sus devotos en ese momento de necesidad, pero si supera la tormenta, el pescador enseguida lo atribuye a la poderosa protección de su patrona y, al volver a tierra, propaga su reputación por todas partes. En el ceñidor, falda, cuello y cenefas de las mangas de la imagen hay algunos caracteres romanos, que evidentemente son de una fecha mucho más reciente que la figura. Los sacer¬dotes, habiéndolos puesto ellos mismos, naturalmente son ca¬paces de interpretar su significado, lo que hacen en la forma que más le conviene para engañar a sus crédulos feligreses y para mantener la popularidad del santuario.
Hay un extraño parecido entre el conjunto de las for¬mas del catolicismo romano, tal y como se practica en estas is¬las, y la adoración fetichista de las tribus negras del golfo de Guinea. Ambos, estos isleños y los negros, afirman creer en una poderosa y omnipotente deidad, a la que prácticamente desconocen, adorando en su lugar dioses secundarios, fetiches o santos. Estas deidades menores son representadas por ob¬jetos concretos. Siendo mejores obreros, los españoles tienen imágenes de cera o de madera, hechos en imitación de la for¬ma humana y vestidos con ropas como las que ellos llevan o sus antepasados solían llevar. El negro, siendo un pobre modela¬dor, hace una grotesca imagen de arcilla, en cuya cintura ata una tira de trapo para representar la misma escasa ropa que él lleva, mientras que donde hay poca arcilla o donde no hay mo¬deladores, un cono de barro o un trozo de madera bastan pa¬ra dar una idea de ambas, sustancia y forma. Los dos, si se les pregunta, afirman sin vacilar que no adoran estos objetos tan¬gibles, sino a las personas que representan; y si luego se les pregunta qué utilidad tienen, contestan que son provechosas para mantenerles en la mente sus deberes religiosos.
Cada uno tiene su propia deidad, de la que piensa que es mejor que las otras, ya que los españoles tienen un santo patrón y el negro su fetiche casero o familiar. Muchos de estos personajes sobrenaturales tienen especialidades propias; así, unos curan la cojera, otros previenen enfermedades, otros qui¬tan la esterilidad, y otros, como Nuestra Señora de Candelaria, protege a los marineros de los peligros del mar; de esta mane¬ra, también el fetiche Tegba, si es propicio, cura la esterilidad; Bo protege a los soldados de las heridas; So protege de los ra¬yos yAzoon del fuego. Los españoles, para propiciar a sus fetiches o santos, les regalan cirios, espejos baratos, crucifijos y otras bagatelas, mientras que sus esposas, cuando cuelgan su último traje de baile de la temporada en los hombros de su pa-trona particular, piensan que su bienestar está asegurado. El negro, no teniendo ninguna de esas cosas, ofrece lo que para él es mucho más valioso, a saber, comida y bebida, y vierte sobre su imagen de arcilla o madera, aceite de palma, huevos, vino de palma y ron. Ambos son tan supersticiosos y la creencia en es¬tos fetiches o santos forma parte tanto de sus vidas diarias, que es inútil cualquier intento para ponerla en duda o desarraigar¬la. El sacerdote fetichista de los negros encuentra a su vecino y le dice: "El otro día vi a Azoon en un arbusto.
Está muy con¬tento con el aceite de palma que le diste; ahora estás a salvo del fuego durante cierto tiempo", mientras que el sacerdote espa¬ñol le dice al incauto devoto: "La noche pasada se me apareció en una visión San fulano de tal. Creo que si le enciendes algu¬nas velas en su altar durante la próxima quincena, la seguridad de tu cargamento estará asegurada". De esta manera, oyendo hablar siempre sobre estos personajes sobrenaturales y en¬contrando con frecuencia a gente que afirma haberlos visto, la creencia llega a estar tan implantada en su ser que creen en ella con tanta incondicionalidad como lo hacen en su propia exis¬tencia, y todo va bien para la clase que se gana la vida por me¬dio de este engaño.
Cualquier persona sin prejuicios tiene que admitir que estas dos formas de culto, o supersticiones, son prácticamente las mismas, y la pequeñísima diferencia que existe entre ellas se debe a los distintos grados de civilización y sus consiguien¬tes diferentes modos de pensar. Aunque el católico romano es intencionadamente ciego a este hecho y nunca reconocería que hay el menor parecido entre las dos, el negro no sufre tal oscu¬ridad mental. No hace mucho tiempo, unos misioneros católicos romanos se establecieron en Whydah, el puerto de mar del reino negro de Dahomey. Al momento se llevaron noticias al rey, en Abomey, la capital, de que nuevos hombres blancos fe¬tichistas habían traído su Dios con ellos. El rey expresó su sor¬presa por esto, ya que era contrario a lo que había oído refe¬rente a la religión de los hombres blancos, y enseguida dio ór¬denes para que el nuevo Dios fuese llevado ante él. Los misio¬neros, considerándolo como un buen comienzo, enviaron al rey un cierto número de santos, vírgenes y crucifijos. Cuando éste los recibió, dijo que estaba contento de ver que los sím¬bolos de adoración de los hombres blancos eran como los de ellos, ya que tenían muchos dioses, y que los que le habían en¬viado eran muy parecidos a los suyos, sólo que mejor hechos. Entonces los transportó, con mucho ceremonial, redoble de tambores y disparos de cañones, a una casa de fetiches que ha¬bía construido a propósito para ellos.
Al estudiante de la naturaleza humana no le puede pa¬recer extraño que un campesinado ignorante y degradado dé completo crédito a espantajos tales como santos, visiones y apa¬riciones, pero que hombres cultos y educados presten su apo¬yo para reforzar tal creencia, es verdaderamente un triste es¬pectáculo. Es curioso seguir la historia de estas apariciones y observar como, con el cambio de las creencias religiosas, la na¬turaleza de los visitantes sobrenaturales también cambia. Los griegos y romanos solían ver apariciones de Baco, Minerva, Ve¬nus y otras deidades, pero nunca nadie ha oído decir que algu¬no de estos personajes mitológicos se haya aparecido al hom¬bre desde la caída de los dioses griegos, porque desde entonces los hombres han dejado de creer en ellos. De un modo pareci¬do, cuando Inglaterra era un país católico romano, las visiones y apariciones de santos ocurrían con tanta frecuencia como ahora en España y sus colonias. En Inglaterra, en estos momentos ningún protestante es turbado por la visita de un san¬to, ya sea suyo o de la iglesia romana. Todo lo que ve, o imagi¬na ver, son fantasmas solitarios, quienes parecen deleitarse vi¬viendo en casas húmedas y malsanas y vistiéndose, incluso con el tiempo más inclemente, con nada más sólido que un velo o una sábana; y se figura que ve estas cosas porque todavía tiene una persistente creencia en las apariciones sobrenaturales. De hecho, en todas las épocas, cuando un hombre de tempera¬mento nervioso, con el hígado enfermo y una viva imaginación, piensa que ha visto una aparición, ésta es la de algo en lo que él vagamente cree que existe. Y cómo en la actualidad perso¬nas inteligentes y educadas pueden dar crédito a absurdidades tales como manifestaciones de espiritismo, fantasmas y visio¬nes de santos, es una maravilla, no menor, de la época.” (A.B. Ellis, en: José A. Delgado Luís, 1993: 61 y ss.).
Fuente:
A.B. Ellis
Islas de África Occidental
(Gran Canaria y Tenerife)
Introducción: Manuel Hernández González
Traducción: José A. Delgado Luís
Edición: J.A.D.L. La Orotava-Tenerife 1993.
ISBN: 84-87171-05-2.
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