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miércoles, 15 de febrero de 2012

DECLIVE DE LAS RELIGIONES MONOTEISTAS MASCULINAS

Chaurero n Eguerew
La religión digamos reglada de la Diosa-Madre Universal existe desde hace unos cuarenta mil años, desde que el ser humano comenzó a tener conciencia de que era un animal diferente a los otros y capaz de razonar y expresar sentimientos. El cómputo del tiempo tal como lo entendemos los seres humanos no es aplicable a la Divinidad, pues ella es el pasado el presente y el futuro, es decir es el concepto del tiempo tal como lo entendemos y que sólo es válido para nosotros como referente.
Las denominadas grandes religiones occidentales son relativamente recientes históricamente hablando y en comparación con la de la Diosa-Madre, el judaísmo nació y se desarrolló entre los siglos I al XI.
Los judíos se consideran los descendientes de Abraham verdadero fundador del judaísmo quien anteriormente había sido adorador de la Diosa-Madre, quien se consagró al servicio de su  dios único, creador de los cielos y de la tierra. La creencia de Abraham era de un monoteísmo contrapuesto a sus anteriores creencias. Sus descendientes tenían que difundir aquella nueva creencia y permanecer fieles a la alianza con su dios. Este velaría en su favor y les daría como posesión la tierra sagrada.
El cristianismo (que realmente debería llamarse paulismo, pues fue este recaudar de impuestos al servicio de Roma y tejedor de tiendas el verdadero impulsor de la secta) nació a principios del siglo I de la era occidental. Fue predicado y extendido con gran rapidez por la mayor parte de los países que formaban el imperio romano dividiéndose posteriormente en varias sectas siendo la más importante de ella el catolicismo. Pablo y sus partidarios propagaron el cristianismo desde Jerusalén a Roma.
La más joven de estas sectas es el Islam que nació como religión en el año 611 de la era occidental actual, fundado por Mahoma caravanero analfabeto, hijo de padres adoradores de la Diosa-Madre. Los árabes se consideran a sí mismos descendientes de Isaac, el único hijo legítimo de Abraham que, a punto de ser sacrificado por su padre en un holocausto fue salvado en el último momento según la leyenda por la mano de su dios.  Más adelante, Isaac fue expulsado por Abraham y tras numerosas vicisitudes y quedar en la miseria, sus descendientes tuvieron que emigrar a Egipto donde fueron esclavizados hasta su rescate por Moisés.
Las investigaciones antropológicas y arqueológicas e incluso ligüísticas, y los miles de esculturas de la Diosa-Madre encontradas en todo el orbe y en todas las culturas, han puesto de manifiesto que el primer concepto de  Divinidad, por las culturas primigenias, fue femenino; la Gran Diosa Madre. Una divinidad femenina, adorada como principio pasivo y generador, venerando los atributos de la mujer. Cuando estas culturas eran nómadas, la mujer ejercía un papel fundamental en la supervivencia del grupo, como reproductora, recolectora y cohesionadora del grupo, es decir, las sociedades eran matriarcales. Y cuando las sociedades se hicieron sedentarias, por la era agrícola, el varón comenzó a dejar de ser cazador para transformarse en guerrero lo que planteo quizás los primeros enfrentamientos religiosos y sociales ya que la guerra estaba en contraposición con los preceptos de amor y paz emanados de la Diosa, además las mujeres no estaban predispuse a perder a sus compañeros e hijos en cruentas batallas.
Ello motivo el que los hombres ambiciosos de tierras y de poder urdieran desposeer a la Diosa y destruir el matriarcado, elementos que constituían un freno a sus actividades depredatorias, pues siempre ha sido más fácil apoderarse por medio de la fuerza de la producción ajena que producir mediante el esfuerzo propio.
Entonces el hombre decidió crear un dios masculino a su imagen y semejanza, guerrero, despiadado, amoral y desprovisto de sentimientos humanitarios, aunque pretendieron dotarlo de aspectos formales como amor, justicia, paz etc., estos conceptos no han pasado de ser simples discursos carentes de contenido, pues de hecho desde los primeros momentos de la creación de este dios masculino habían renunciado a la esencia de la Divinidad.

A partir de entonces, la humanidad ha estado condenada a una serie continuada y sin interrupción de guerras, invasiones y masacres de pueblos y culturas en nombre de ese dios masculino, los ejemplos mas lacerantes los recoge la Biblia judeo-cristiana en la que podemos ver como su dios creado a su imagen y semejanza YHWH: (Yo soy el que soy,) y al que traducen como Jehová, Yhave, Yahewe, ordenó a esta horda de pastores nómadas “su pueblo elegido” el invadir  las naciones del entorno y pasar a cuchillo a todas sus poblaciones sin respetar ancianos mujeres ni niños, excepto en alguna ocasión en que este dios ordenó separar algunas jovencitas vírgenes que le serían ofrecidas como diezmo. Así tenemos al primer repartidor de naciones y pueblos –ejemplo que algunos siglos más tarde seguirían algunos Papas católicos repartiendo el mundo entre sus acólitos y en nombre del mismo dios-. Muchos de los pueblos invadidos por orden de este dios se les aplicó el anatema, método o mandato que consistía en no dejar con vida ni siquiera a los animales domésticos.

El cristianismo y todos sus derivados han superado si cabe, las masacres judías, desde las persecuciones y exterminio de los denominados paganos, la invasión y destrucción de naciones y pueblos situados a miles de kilómetros de distancia en nombre y en honor de su dios, y las civilizadas invasiones y masacres modernas como Corea, Vietnam, Irak etc. etc.
Todas esta religiones monoteístas y masculinas han nacido, se han desarrollado y sostenido sobre verdaderos océanos de sangre.
Estas religiones plagas de la humanidad autodenominadas mayoritarias al igual que el resto de las religiones monotemas masculina han tocado techo, han sido incapaces de proporcionar a la humanidad un verdadero desarrollo espiritual han sido más influenciadas por los aspectos políticos y económicos que por los espirituales. Se han aliado desde el principio de su creación con el poder participando de prerrogativas humanas cuando no siendo el centro difusor del mismo convirtiéndose en instrumento de infelicidad para los pueblos,  de dominación de un sector de la sociedad sobre otros, renegando de los principios de amor paz y justicia emanados de la Diosa-Madre, ofreciendo a sus fanáticos seguidores un trozo de cielo a cambio de toda una vida de infierno en la tierra.

Han fracasado y están en pleno declive, hasta el punto de que están planteándose el unirse entre ellas para poder continuar con el mercado religioso concentrándolo en un solo centro de poder.

Ya desde hace más de un siglo filósofos y pensadores vienen afirmando que este tipo de religiones están condenadas a desaparecer, pues nacieron enfermas y deformes y desde su nacimiento han venido infectado a la humanidad, por ello claman por la instauración de nuevos conceptos religioso, más espirituales al tiempo que más humanos en los aspectos fraternales y, con ellos nosotros creemos que esta nueva era espiritual estará presidida por Nuestra Diosa-Madre Universal Chaxiraxi.

Uno de estos pensadores es el alemán Carlos Roberto Eduardo de Hartmann, militar, físico, matemático, poeta, pintor y filosofo, quien en su obra La religión del porvenir, libro famoso que provocó controversias y causó profundísima impresión en las Universidades y en todo el mundo científico. Esta obra, en la que Hartmann acreditó sus dotes de pensador y escritor, fue vertida a varios idiomas.

De la misma vamos reproducir en esta oportunidad el capitulo nueve:
La medida de la evolución religiosa necesitada por la situación presente, ¿se define por la transformación de los elementos dados, o por una innovación que sustituya a las ideas reinantes concepciones esencialmente distintas?
Esta es la cuestión que se encuentra en el comienzo de nuestras investigaciones, y la conclusión de las consideraciones que preceden parece ser la de resolverla en el sentido del segundo término de la alternativa. El principio católico, que es el principio de autoridad, y el principio protestante de la negación crítica de la autoridad, han sacado ya sus últimas consecuencias: el primero, en el cristianismo momificado del ultramontanismo, por el dogma de la infalibilidad, que es un reto lanzado a todo lo que la razón enseña, a todo lo que el desenvolvimiento de la civilización ha hecho prevalecer; el segundo, por la total disolución del cristianismo  positivo y por el enflaquecimiento de la religión, bajo cuyo nombre ya no existe más que una irreligión completamente mundana. En cuanto a los ensayos hechos para conciliar estos dos extremos igualmente inaceptables, son etapas que el protestantismo ha atravesado ya descendiendo por un plano inclinado y que el curso de la evolución histórica ha dejado atrás: tratar de volver a ellas, sería colocarse delante de las ruedas de la evolución lógicamente necesaria para retardarla, ya que no para hacerla retroceder.
La idea cristiana ha concluido su carrera. Esta idea está dividida en dos períodos; el primero, que comprende el cristianismo primitivo y el catolicismo hasta el florecimiento de la verdad cristiana bajo Tomás de Aquino; el segundo, que abraza el catolicismo en su decadencia y el protestantismo fatigándose en ensayos de conciliación, útiles, lo reconocemos, pero inaceptables en principio.
El fin semeja admirablemente al comienzo, si nos mantenemos en el aspecto negativo, por la ausencia de un cuerpo de doctrina cristiana; sólo que los contenidos con que se llena el recipiente en ambos casos son muy diferentes: aquí la cultura moderna; allí, por ejemplo, el judaísmo talmúdico de un Hillel. La ordenada de la curva cristiana ha llegado a ser igual a cero al fin, como lo era al principio, pero en esta ocasión la abcisa es otra muy distinta. Si el cristianismo comparte con otras religiones la concepción pesimista del mundo y la necesidad de elevarse por la verdad metafísica por encima de este mundo y de su miseria, la idea fundamental, especialmente la cristiana, debe buscarse en la fe, en un redentor que cura del sentimiento de la culpa y en un mediador que opera la reconciliación y la unión con Dios; y la fe cristiana, ¿qué es?, la fe en Jesucristo como redentor y mediador. Pero si se ve en Jesús de Nazareth el hijo legítimo del carpintero José y de su esposa María, este Jesús y su muerte lo mismo pueden redimir mis pecados que el ministro Bismark o el diputado Lasker, por ejemplo, y es mucho menos apto aún para ser el mediador entre Dios y yo que el confesor católico, por ejemplo, cuya prerrogativa no es una afirmación en el aire, sino que la hace desprender del hijo de Dios. Así, pues, la idea sobre la cual descansa el cristianismo se ha hecho caduca enfrente de la civilización moderna. Es posible que en el cuadro de un sistema religioso basado sobre un principio nuevo, lo que reste del cristianismo pueda invocar algunos títulos para hacer que se le reconozca una significación secundaria y auxiliar; pero este elemento es insuficiente en sí mismo para satisfacer la necesidad religiosa, sobre todo si permanece cerrado a la presuposición indispensable de toda religiosidad, el pesimismo del cristianismo positivo. Mas aun cuando se conservase este factor, o, por mejor decir, se le restableciera enfrente del optimismo protestante que encuentra el mundo delicioso y se congratula de la existencia, lo que se tendría no sería más que el fundamento, indispensable sin duda, del nuevo edificio religioso, y nada más; poseeríamos una concepción del mundo la cual implique un alma de tal modo dispuesta, que la religión sea para ella una necesidad imperiosa; la poseeríamos en el mismo sentido que Buda, Jesús, San Pablo, San Francisco, Savonarola y otros la han poseído, y quedaría ante nosotros la cuestión de saber qué nuevo edificio religioso satisfaría a la vez la necesidad religiosa que nace de esta disposición, y a la cultura moderna.
El intento de resolver este problema significaría la pretensión de ser el fundador de una nueva religión. Esta pretensión no tan sólo se halla muy lejos de mí por razones personales, sino que se encuentra ya excluida por la convicción objetiva de que ni la ciencia por su misma naturaleza, ni sus representantes, están llamados a tener una acción inmediata sobre el establecimiento de nuevas religiones. Históricamente es una verdad demostrada, y aparece también como una consecuencia de las relaciones que mantiene la religión con la ciencia, y de las cuales hemos hablado en otro lugar. En los fundadores de religiones no se deben nunca a la ciencia los éxitos populares grandes y decisivos, sino al don de presentar de una manera intuitiva y figurada las ideas religiosas que se hallen en armonía con la época, y después, a la autoridad de la persona que las representa. Mas, por otra parte, estos hombres no sacan de ellos mismos estas ideas que son lúcidas chispas, sino que las hacen salir del tesoro espiritual que constituyen en cada época las creencias populares y la ciencia. Entre estas ideas, que pueden venir a su conocimiento de un modo muy imperfecto, descubren algunas que se apoderan con fuerza de su sentimiento religioso, y comunicándolas en un círculo extenso, prueban el entusiasmo que son capaces de excitar; y aun cuando sea completamente necesario que las circunstancias del tiempo hayan dispuesto a las almas para recibir tales impresiones, es muy posible que hasta entonces el poder de estas ideas no haya sido percibido o apreciado por otros. Esto nos ilustra sobre la clase de auxilio que la ciencia puede prestar a la aparición de las religiones que no han nacido aún, pero cuya necesidad existe y va creciendo. Sus misiones trabajar con celo y lealtad, levantar su vuelo más vigoroso y profundizar más cada día a fin de ofrecer al porvenir una provisión de ideas tan rica y tan preciosa como sea posible, donde pueda hallar el alimento de la nueva religión.
¿Es probable, en un porvenir próximo, que veamos surgir una fuerza creadora capaz de dar existencia y estabilidad a meras formas religiosas? Es muy difícil contestar afirmativamente a esta pregunta. ¿Quién ha podido apreciar la tenacidad y la fuerza histórica de resistencia inherentes a las formas religiosas que aún nos rodean? En nuestra opinión, sería estimarlas de un modo demasiado bajo el suponer que hoy, en que apenas si los exploradores del ejército protestante liberal comienzan a tener conciencia de las últimas consecuencias del principio protestante, la antigua creencia, considerada como religión de la masa, esté bastante gastada para que un viento religioso fresco y vivificante pueda barrerla. No olvidemos que en lo que se refiere a las luces adquiridas por la cultura, la masa se encuentra siempre algunos siglos más atrás del espíritu del tiempo. Aún se puede decir más. Supongamos que la evolución haya llegado a tal punto; esto no sería una razón para que resultase necesariamente el advenimiento de una nueva creencia, pues bien podría suceder que el reinado de la antigua y el de la nueva fuesen separados por un tiempo de descanso más o menos largo, durante el cual se consumaría la putrefacción de los viejos elementos, y el suelo sufriría una preparación química favorable para la fertilidad del porvenir.
Por último, no es posible probar la imposibilidad de la tesis afirmando que en general no habrá ya novedad religiosa viable, aunque esta opinión sea tan extremada e inverosímil como la que afirma que la religión del porvenir se halla próxima. Aquella se apoya, es verdad, en el argumento plausible, en la apariencia de que la vida del alma contempla cómo se retiran de día en día los jugos nutritivos en provecho de la vida de la inteligencia, y que en particular las necesidades religiosas del alma se van constantemente debilitando. No obstante, se confunde aquí, en primer lugar, un hecho momentáneo con una tendencia evolutiva capaz de duración, y después, a esta tendencia, que es real en un sentido, se la da una interpretación errónea en lo relativo a su incompatibilidad con la religiosidad y con el sentimiento general. Es muy cierto que la inteligencia reflexiva figura en primera línea en los progresos de la humanidad; pero, a la larga, cada adquisición de la inteligencia ejerce sobre la esfera del sentimiento una acción que lo enriquece y que lo depura, y la lucha de la inteligencia con el sentimiento siempre se dirige exclusivamente contra el punto de vista del sentimiento legado por una fase anterior del desenvolvimiento intelectual: no puede haber cuestión sobre el punto de vista que responde a la nueva fase de la inteligencia, el cual no puede formarse sino gradualmente después de la destrucción parcial del antiguo.
¿Quién negará que el desenvolvimiento intelectual avanza por un impulso genérico y constante? Es igualmente cierto que una nueva religión debe tener la razón por principio, cosa que los antiguos no tenían necesidad de hacer más que como tarea secundaria. ¿Pero se sigue de esto que la necesidad religiosa debe borrarse por un largo período? No; por lo menos en tanto que el pueblo no esté imbuido de la ciencia abstracta en el sentido estricto, y no es de esperar que lo esté jamás.
Por el contrario, la concepción pesimista del mundo, en la cual la necesidad religiosa repara diariamente sus fuerzas, no cesará de fortificarse y de extenderse, puesto que, cuanto más se multiplican los medios de que la humanidad dispone para hacerse la existencia agradable, más se convence de la imposibilidad de superar de este modo la angustia de la vida y de alcanzar la felicidad, ni siquiera la satisfacción. Un período ascendente de las cosas humanas puede ser optimista en tanto que alimenta la esperanza de encontrar la felicidad al fin gozar de ella; mas en el instante en que el objeto se alcanza, el pueblo que lo ansiaba percibe que no ha progresado en la felicidad y que han aumentado las necesidades que le roen y le atormentan. Así, el optimismo es siempre un intermedio en las naciones que se hallan en medio mismo del vértigo mundano; mas el pesimismo es la disposición profunda de la humanidad que se conoce, y cada vez que termina una época de movimiento mundano aparece con doble energía. Esperemos, pues, que la aspiración del hombre a superar la miseria de este mundo, lo cual no puede realizarse sino por la idea y en la esfera de la conciencia, se haga sentir con una intensidad cada vez más señalada a la conclusión de los períodos en que el mundo, por decirlo así, ha celebrado sus triunfos, y en que los intereses terrenales lo han absorbido todo, y la cuestión religiosa sea la más importante de todas cuando la humanidad haya alcanzado todo lo que puede alcanzar de civilización sobre la tierra, y haya abrazado de un golpe de vista toda la miseria lamentable de esta situación.
Al mismo tiempo que la ciencia da comienzo al trabajo preparatorio para el edificio que ha de habitar la religión del porvenir, no se le puede censurar el que examine los elementos de su fortuna actual, y trate de inquirir qué ideas son las que tienen probabilidades de ocupar en el porvenir el sitio de las ideas cristianas, y de fundirse con los restos de aquellas que no estén condenadas a desaparecer. No es posible ocultar, sin embargo, que esta orientación está limitada por el estado actual de los conocimientos. El mejor modo de entrar en materia será arrojar un golpe de vista general sobre las principales religiones, con el fin de desentrañar su significación histórica; y esta consideración tendrá por resultado el demostrar una tesis que, por otra parte, corresponde al estado actual de las relaciones entre las naciones del globo, y es, que la religión del porvenir, para llegar a ser religión universal, debe representar la síntesis de la evolución religiosa del Oriente y de la del Occidente, de la evolución panteísta y de la evolución monoteísta: sólo con esta condición podrá satisfacer a la vez las necesidades religiosas y las necesidades intelectuales de la época moderna.
El rápido bosquejo que irá a continuación atestiguará lo que la ciencia ha podido encontrar con toda su riqueza actual en lo referente a materiales que puedan servir a los fines de la religión. Este ensayo no tiene de ningún modo la pretensión de trazar a la religión del porvenir el camino que debe seguir, pero, a lo menos, se esfuerza en romper con la opinión antifilosófica que mantiene el dualismo de los cristianos y de los paganos, y con un cosmopolitismo exento de preocupaciones, en conceder sus derechos respectivos a las civilizaciones que nada en apariencia une ni pone en relación: la civilización india y la de los países que baña el Mediterráneo, a fin de abrir la perspectiva del encuentro futuro de estas grandes corrientes religiosas que han de correr en adelante por un solo lecho. Sólo así adquiere verdadero sentido la historia universal, aun cuando no se entienda ordinariamente bajo este nombre más que la historia de la mitad occidental del antiguo mundo, dejando a un lado la civilización del Asia central, reducida de este modo a ser nada más que una quinta rueda del carro de la historia. Lo que nosotros vamos a considerar, pues, no es la religión del porvenir en sí misma, que una espesa niebla oculta a nuestras miradas, sino las piedras de construcción que proporcionan la historia, la religión y la filosofía, de las cuales nos parece que será posible sacar partido para dotar de una religión al porvenir de nuestra raza.”
Mayo 2008.
Fuentes:
Eduardo Hartmann
La Religión del Porvenir
Biblioteca Económica Filosófica
Madrid, 1888.




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